
Anka Moldovan
aquello que irrumpe
Sala Maruja Mallo, Centro Cultural Pérez de la Riva
C/ Principado de Asturias, 28. Las Rozas (Madrid).
DEL 25 DE ABRIL AL 5 DE JUNIO DE 2023
Horario de exposición: de lunes a viernes de 10:00 a 14:00h y de 17:00 a 21:00h, sábados de 10:00 a 14:00h
La palabra belleza no tiene el prestigio de antaño, ha caído en desuso y ya no es un referente de legitimación artística. Su antigua potencia sucumbió bajo los ideales transgresores de las vanguardias históricas; después, fue invalidada por el trauma de las guerras mundiales y sus horrores; pasado el duelo, su posible recuperación fue neutralizada por la desmaterialización la obra de arte; en las últimas décadas, cualquier aproximación a ella ha estado condicionada por la dimensión fría e impecable de lo digital. Pese a la hegemonía de estas narrativas, siempre ha existido una genealogía de resistencia, integrada por artistas que no han cesado en su empeño de explorar las posibilidades de lo Bello, no como algo regulado o complaciente, sino como un atributo del Ser.
A esta genealogía pertenece Anka Moldovan, cuyas pinturas no buscan significar materialmente lo Bello, sino su dimensión trascendente. En sus últimos trabajos, afronta la representación del Hombre grieta, una imagen extraída de un poema homónimo del rumano Nichita Stănescu, en cuyos versos percibimos la situación trágica de la modernidad tecnificada, donde incluso la vida cotidiana está marcada por los ritmos de producción de la máquina. Moldovan recupera esta línea de pensamiento, consciente de que aquel tiempo deshumanizado del que alertaba Stănescu, lejos de detenerse, se ha acelerado. A decir del filósofo francés Gilles Lipovetsky, la nuestra ya no es una época de la velocidad, sino de la urgencia, de la inmediatez y de la instantaneidad. Frente a este régimen temporal único y globalizado, nuestra pintora recupera claves del ritmo biológico y psíquico de lo humano: la presencia, la retina, el vientre y el aliento, cuatro imágenes que articulaban el poema de Stănescu.




En las pinturas de Moldovan el ser humano aparece en diálogo con la vida y sus contradicciones: en la serie Hombre-grieta, es representado como un rostro que irrumpe con fuerza en el espacio; en Tiempos habitados, como un yo anónimo cuyo perfil se desvanece en el aire. En ambos casos, la imagen se edifica desde la ambigüedad y el conflicto espaciotemporal, lo que a su vez se traduce en una tensión entre lo figurativo y lo abstracto. La artista lleva a cabo un trabajo pictórico minucioso, que en un primer momento se demora en la preparación del soporte, el tanteo compositivo y el encaje del dibujo. Posteriormente, este sedimento desaparece para acoger el color, herramienta con la que Moldovan es capaz de evocar lo transitorio.


Su técnica viene abalada por años de estudio de aquellos procedimientos que sustentaron los tradicionales iconos bizantinos y su particular organización del cosmos pictórico. Se trata de la misma senda, estética y desecularizada, que exploraron el suprematismo abstracto de Málevich o la particularísima figuración de Chagall. En el caso de nuestra artista, esta tradición estético-teológica surge de su tierra natal, Rumania, y de su contexto familiar, como hija de un sacerdote ortodoxo. Pero esta herencia no se traduce sólo en cuestiones técnicas, sino en tres factores definitorios de carácter expresivo: el desarrollo de un idioma simbólico propio, la superación de las coordenadas espaciotemporales occidentales y, además, la remisión a un universo más espiritual (en cuanto sensible) que material. Dolor y amor, desesperación y gozo, ausencia y presencia, son —sin ser exhaustivos— algunos de los temas recurrentes en sus tablas, donde siempre resulta visible el deseo de liberar y de elevar lo propiamente humano, de trascenderlo.




En otra de sus últimas series, titulada Tierra, Moldovan pinta cabezas de mujeres con diversas posiciones y perspectivas. Sobre ellas, adhiere raíces cuya disposición compositiva evoca una melena, esa “corona real de la femineidad” como la describió Paracelso. La doble activación de la superficie, con la pintura y con las plantas, no es un simple artificio estilístico, sino una audaz reflexión acerca del fundamento inevitablemente simbólico de las artes visuales: las raíces, sin necesidad de perder su propia fisonomía, son leídas como una parte coherente de la representación humana.
En el libro Las hijas de Lilith y, con mayor precisión, en La cabellera femenina, la historiadora Erika Bornay analiza el pelo de la mujer como emblema de una alteridad monstruosa: en la tradición hebrea, el ejemplo modélico fue la sinuosa y larga cabellera de Lilith, predecesora de Eva que abandonará a Adán ante sus exigencias; en la mitología griega, su correlato se encuentra entre Medusas y Gorgonas, con sus temibles serpientes naciendo del cuero cabelludo. Las mujeres que pinta Moldovan no rechazan esta tradición, sino que la reformulan: no son monstruos ni femmes fatales, pero tampoco Madonas; su realidad no se edifica desde los limitados espacios patriarcales (casa, calle o convento) o desde aquella misoginia romántica que consideraba a la hembra como la continuidad de un paisaje destinado a ser dominado.





Las mujeres que representa Moldovan se enfrentan con serenidad a su propia condición de pertenencia a la Naturaleza. Así, la serie Tierra puede ser leída como una exquisita vanitas, ese género barroco destinado a promover la conciencia de lo efímero y nuestra condición mortal. Moldovan asume con lucidez algunas de las principales estrategias de este longevo género pictórico: por ejemplo, la transformación de la naturaleza en cultura, o esa magia óptica que nos interroga acerca de los límites entre la realidad y su representación. Pero frente a las melancólicas y aleccionadoras alegorías de lo efímero propias del barroco, nuestra pintora plantea una feliz reconciliación con nuestra condición mortal. El misterio que irrumpe en sus cuadros no es sólo la expresión de la Belleza, sino la celebración de la vida.
Por Carlos Delgado Mayordomo
Crítico de arte